Pongamos que la acción de liderazgo de un director de equipo la realiza subido en un taburete que le distingue del resto de sus seguidores. Pongamos que este taburete se llama autoridad y pongamos que ese taburete es mejor que el de los demás, y por eso los demás aceptan su liderazgo.
Este taburete tiene tres patas que lo sostiene:
– Los CONOCIMIENTOS acumulados por su formación y experiencia que le ayudan a analizar, proponer soluciones, tomar decisiones, plantear y dirigir a objetivos de manera más informada y reflexiva.
– Las HABILIDADES para gestionar equipos, prevenir conflictos, tomar la iniciativa, motivar y entusiasmar, coordinar y cohesionar al equipo, dirigir… Todo un completo arsenal de competencias personales conocidas como habilidades directivas.
– La REPRESENTATIVIDAD que da un cargo o estatus, ya sea por la categoría profesional, por el nivel de estudios, por la propia jerarquía, por los contactos, la pertenencia a grupos elitistas, etc. Son aquellas etiquetas que distinguen del resto y que se pueden percibir como superioridad o admiración.
Si el taburete del líder tiene unas patas sólidas y equilibradas, estará muy cómodo ejerciendo su labor y gozará de un equipo que, atraído por la imponencia de su robusto taburete, aceptarán el liderazgo.
Sin embargo, si sus patas son enclenques o si tiene unas patas considerablemente más largas que otras, su liderazgo será muy inestable, le costará mucho mantenerse subido en el taburete y mostrará una imagen más insegura. En este caso, el equipo estará sólo pendiente de los aspavientos de su líder por mantener el equilibrio. Si además existen luchas de poder por ese liderazgo, ya sabemos por dónde atacarán los adversarios: por la pata más corta.
Lo importante para un liderazgo efectivo y estable es no olvidarse de analizar nuestro taburete para ver qué patas se deben reforzar con formación o entrenamiento.